María y Carlita se habían apuntado a las minivacaciones, inicio de la etapa estival este año. Genial!
Debo señalar que mi hermana María es bastante cabezota. Eso de entrada. Tampoco estaría mal añadir que soy compradora compulsiva, por lo que cuando tengo “mono”, que es generalmente siempre que no estoy haciendo otra cosa que me resulte más interesante, lo mejor que me puede pasar en la vida cuando tengo mono, repito, es tener un todo a cien cerca. Apostillaré que esto no me ha pasado nunca. Suelo tener más a mano El Corte Inglés… a veces, cuando entro, me parece hasta que me “hacen la ola". Será cierto?
María se había pasado toda la tarde anterior diciéndome que quería ir al rastrillo para comprar un saco de verano para el cochecito de Carla. Mi madre no quería ir. Yo la entiendo, porque meterte en un rastrillo entre mil puestos de tiendas en el desierto, a casi cuarenta grados y con tormentas de polvo (porque es mierda flotando lo que hay)… hay que ser muy hombre para meterse allí en Julio!
O que adores ir de compras. O que necesites un saquito que puedes perfectamente comprar en Madrid en Majadahonda especialmente si no trabajas… pero recalco que nosotras somos muy arriesgadas, aguerridas guerreras y muy valerosas “caballeras” si es menester.
Al final, María me daba tanta pena, y Carlita tenía tan pocas cosas para el cochecito, que no tuve otra opción que ceder a tanta presión. Acordamos que así, como por casualidad, al pasar al día siguiente camino de la playa, diríamos… “María, te acompaño al rastrillo unos minutos mientras ellos van bajando a la playa y luego vamos a buscarles?” Ya habíamos quedado en que nos llevábamos a Carlita, porque se iba a dormir plácidamente en su sillita y así mi madre se liberaba de ella. A veces parece que no conozco a mi hermana. “Venga, si” contestaría ella “si está a diez minutos andando…”
Mi hermana es de letras. Claramente, no tiene ni idea de medir distancias en función de la velocidad. Pero ay! Si sólo hubiera sido eso… es que tampoco había reconocido el terreno!
En fin, como íbamos con Luis, y mis padres iban en el otro coche delante, la estrategia era perfecta pues no oiríamos a mi madre diciéndonos que estábamos locas. Una pena, por otra parte... Total, la política de “hechos consumados” es estupenda en la mayoría de las ocasiones.
Nos enfoscamos con crema FP 50, no nos fuésemos a quemar por estar tan cerquita de la playa. Preparamos a Carla para que se durmiera plácidamente, y con el megabolso de mi hermana, que pesa “como la madre que lo parió”, salimos de aventuras.
Un solazo de justicia, pues eran las doce y media.
La carretera estaba en obras para su ampliación, por lo que acababan de asfaltarla y era negra, pero negra como el sobaco de un grillo. Desprendía ese tufillo bituminoso e insoportable que te advierte de no pisar, pero a pesar de mi formación, hicimos caso omiso de las señales de obras, y como no estaba vallado, nos metimos por la carretera porque el carrito de Carla se manejaba mejor. A esa temperatura, casi ibas dejando huellas, y era como si se te pegase chicle a las zapatillas, pero total, como era subir la cuesta, pues no tardábamos nada.
La puta cuesta no se acababa nunca!
Cuando por fin conseguimos salir de las obras, revertíamos a la carretera principal, que tiene tanto tráfico que hasta para una loca como yo resultaba impensable caminar por ella. Nos desviamos, cruzamos unas casas, y vimos, para nuestra desolación que la calle que seguíamos lejos de girar a la derecha, como era nuestro deseo, y coronar la cuesta para llegar al ansiado mercadillo, comenzaba un descenso trepidante hacia la playa y claramente hacia la izquierda. Totalmente opuesto a nuestra meta. Miro para arriba, a lo alto de la estructura en obras de la carretera que están ampliando, y le digo a María: “Súbete por el talud del estribo, y desde arriba mira como llegamos más rápido”. María empieza a subir por las piedras, siguiendo un angosto caminito que iba entre pequeños pinitos. “No se te ocurra subir, que por aquí con el carrito no vamos a poder”. Para cuando quiso decirme eso, yo, por supuesto, estaba a media ladera tirando del carro de Carla que cantaba y gritaba alegremente pensando que estaba en la montaña rusa del Parque de Atracciones!
Cuando me vio María, puso cara como de susto, pero volver a bajar no era posible porque nuestra vida corría más peligro que si subíamos hasta arriba, a la plataforma donde estaban preparando el tablero para hormigonarlo. La ferralla estaba ya puesta.
Yo tiré como una auténtica mula de Carla, arrastrando el caro con la sensación de que las ruedas eran cuadradas, pero a estas alturas no es un secreto que soy una burra y que termino lo que empiezo. Para cuando coroné el Everest ya me quería matar. No veía casi, sudaba como un pollo, y encima estaba muerta de hambre y de sed.
Llegamos a la plataforma y cuando vi la vuelta que teníamos que dar para cruzar justo al lado opuesto de la carretera, en frente de donde estábamos, tuve la tentación de cruzar haciendo malabares por encima de la ferralla. Me paró que Carlita es muy pequeña, y que su carro pesa muchísimo.
Emprendimos el descenso de la cumbre por un camino de bajada más largo aún que el que habíamos ya recorrido, y que nos llevaba por encima de una estructura peatonal sobre la carretera hasta el margen deseado, pero que luego debíamos subir de nuevo. Creo que María insinuó que deberíamos dar la vuelta, pero ya era tarde. A mi me palpitaba la vena de la sien y eso significa que ya sólo me vale salirme con la mía.
Cuando íbamos nuevamente por el medio de la carretera en obras y cuesta abajo, aparece un camino transversal que los obreros usaban por dentro para cambiar de sentido. Había que pasar la barrera y luego ya cruzabas la antigua carretera. Era mucho más corto. “Ni de coña cruzamos la carretera con el carro, que hay mucho tráfico y van los coches a toda leche!”
Pero yo ya estaba al borde de la carretera, en el inexistente arcén, esperando a que hubiese una ventana entre los coches para cruzar. Le dimos tanta pena a uno que nos venía por la izquierda (o tanto miedo) que se paró, como si hubiese un paso de peatones, y nos pidió que cruzásemos. Por el otro lado había un claro, por lo que cogí con fuerza el asa del carrito, tiré de María, y crucé! El coche que nos vino por la derecha dijo algo así como “Pero qué coño hacen esas locas!?! Si llevan un cochecito de bebé!!!” Es que llevaba la ventanilla bajada, por eso le oí.
Por fin, al otro lado, y casi en la meta!
En ese momento, vemos un cartel que dice “Mercadillo los martes y sábados”.
Era domingo, por supuesto.
Finalmente, decidimos meternos en una tienda de la zona industrial, llena de muebles de saldo, y al amparo de su aire acondicionado, llamar a mi padre y llorarle. María le diría que no se encontraba bien, que estaba mareada, y que si nos podía venir por favor a recoger.
Una vez más, me hago conciente de lo mucho que nos quieren nuestros padres. Eso si, mi madre estuvo poniéndonos a parir durante dos horas.
Y eso que hasta hoy no ha sabido todo el resto de la historia, esto es, los riesgos que corrimos…
Aún así nos reímos tanto levantando el coche de Carla en volandas, que hubimos de parar a hacer pis escondidas en medio del pinar! Carla es una tía de suerte, porque llevaba pañales...
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Por si me quieres poner a parir o decirme que te ha encantado, whatever, nunca se sabe.